Centro del centro para el no lugar:

Centro concurrido, desenfrenado y salvaje, centro como una de las mayores evidencias y manifestación de lo que es y significa vivir en una ciudad metropolitana, centro a veces visto como un mal necesario, otros como una puerta u oportunidad de hacer un buen negocio o “cabecear al que nos da papaya”, centro como el gran leviatán que carga sobre sí esta inmensa piedra que recorremos todos los días con el terror de que algún día y en cualquier momento nos vaya a engullir de un solo mordisco, centro como el movimiento interminable de un corazón vivido y agitado que bombea al resto de su ciudad lo que lo mantiene vivo: gente, ciudadanos, masa, que mantiene el flujo eterno de este gigantesco artefacto que llamamos urbe.

Pero en un momento se puede sentir un silencio pasmoso, un salto del tiempo que se congela, que niega pero a su vez confirma la existencia y presencia del centro abstruso y absorbente, la excepción a la regla que lo confirma: un no lugar que se caracteriza por la soledad de los movimientos acelerados de los ciudadanos.

El tiempo nos lleva a cambios y transformaciones en la ciudad tales como concentraciones urbanas, traslación de sectores de población. Estaríamos hablando de la aceleración de los medios transportes, de la vida ciudadana, del movimiento cotidiano de una multitud que se traslada durante horas para llegar a sus puntos de trabajo pero, por lo tanto, que estamos hablando también de la perversión del sistema laboral con jornadas de trabajo tan extensas que modifican a su vez la perspectiva del sujeto con respecto a los tiempos de ocio, a los tiempos de convivencia hogareña, de percepción del afuera.

Pero también cuando “el tiempo de trabajo” invade al hombre de forma tal que no puede pensar en ninguna otra cosa, solo adquiere o posee su identidad en los actos rituales del trabajo, incluyendo el sacar su tarjeta de crédito. Incluso el subirse solo al metro es parte del mismo juego: puede seguir pensando sin ver, ni oír envuelto herméticamente en su individualidad y se convierte en un no lugar.
En contraposición a todo lo anterior está el lugar antropológico:

El lugar antropológico es lugar de encuentro, de cruce. Pueden ser itinerarios que pasan y recorren distintos lugares de reunión, caminos que conducen de un lugar a otro en los cuales los individuos se reconocen dentro de un espacio que le es propio; encrucijadas donde los hombres se citan; lugares de reunión como los mercados, ciertas plazas, ciertas calles, siempre las mismas, donde bailan los celebrantes espontáneos en carnaval.
El no lugar es el que no puede definirse como lugar de identidad ni relacional ni histórico.

El no lugar es el hueco de la tormenta, es una página en blanco que a pesar de estar en blanco nos cuenta una historia, no lugar que está ahí como comentario de otra cosa, el no lugar nos somete a veces apartar la mirada, a traducirlo como algo que los ciudadanos tienen prohibido, es el lugar de paso, el que no da lugar al diálogo, ni siquiera a la mirada detenida, ni aveces permite el pensamiento detenido de que hay algo que no es. Es el lugar donde hay que apurarse a caminar, porque si no lo atropellan los que vienen atrás o el que está mal “parqueado” te viene a atracar. Es la máquina que contesta: Si desea presentar una queja marque uno. Si desea adherirse al sistema, que marque dos. Es el semáforo que saca fotos y la máquina expendedora de tickets para ingresar al aeropuerto y luego la máquina que se lleva las maletas.

Pero además no solo hay lugares propicios para el transitar espacios, no solo en la posmodernidad se ha provocado y están presentes los no lugares externos, también con el acto y con el verbo el hombre ha creado otros en donde pareciera destinado a estar solo, callado envuelto en su individualidad y en donde adquiere su identidad no en el reconocimiento del y con el otro, sino en gestos ajenos a su naturaleza de hombre social, entonces el camino a casa se vuelve simplemente un trazado de cemento que lo lleva a uno a su destino, y entre estos está el refugio, el bunker o el domo que nos aísla de todo lo demás y que llamamos hogar o en secas palabras la casa, en la cual nos atrincheramos con el asco y el hostigamiento del andar cotidiano de la ciudad, no lugar al cual llegamos con una sonrisa amplia o un ceño fruncido, prendemos el televisor o la computadora y nos escondemos detrás de la imagen ajena para seguir pensando sin interferencias, anónimamente, en soledad o en soledad acompañada.

Pero aún así el no lugar depende de la perspectiva, lo que es lugar para alguien no lo es para su semejante, el que cuenta con su combo de juntarse todas las noche en el parque oscuro de la cuadra lo considera completamente su lugar, el hecho de tener una cotidianidad y andar con alguien con el que pueda construir el lugar por medio de su presencia y diálogo retributivo, pero lo es todo lo contrario para el que va cruzando temeroso y con ansías de pasar velozmente de largo en medio de la oscuridad para este ese parque se convierte en un no lugar.

Parque de las Luces    Foto tomada por Santiago Sánchez